Libros del Rincón


Este capítulo está dedicado principalmente a mi tía Raquel y al dulce de membrillo


Mi tía Raquel vino porque fue el cumpleaños de mi mamá. Mi tía Raquel jamás se olvida del cumpleaños de nadie. Y siempre que viene trae un membrillete. ("Nena, se dice membrillate, dice mi tía Raquel, pero a mí siempre me sale "membrillete" porque ella lo trae en un platón de loza con ramilletes, un platón tan lindo que yo no puedo dejar de mirarlo).

Como ustedes ya saben un montón de cosas mías y de mi familia, no tengo problema en contarles que yo detesto el membrillete. Porque no me gusta nada el dulce de membrillo. De manera que cualquier membrillete del mundo —y aun cualquier membrillate— me parecería más bien horrible. Pero el membrillete de mi tía Raquel es especialmente espantoso, y no sólo a mí me parece horrible sino que también le parece horrible a mi papá, y eso que a mi papá le encanta, en general, el dulce de membrillo. Y hasta estoy segura que le parece horrible a mi mamá, aunque ella no dice nada porque es tan educada y tan simpática (como dicen todos).

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Lo único lindo del membrillete de mi tía Raquel era el platón de loza con ramilletes.

Bueno, mi tía Raquel y su membrillete vinieron a mi casa el miércoles por la tarde. (Me acuerdo bien de que era miércoles porque en la escuela habíamos tenido hora doble de Ciencias Sociales, y la señorita Betty se había pasado el tiempo organizando la obra del l5, de la que yo trataba de no acordarme.)

Cuando mi mamá me llamó para tomar la leche pensé: "Ahora, mi tía Raquel me va a decir que cada día estoy más flaca". Y también pensé: "Me van a servir membrillete y yo odio el membrillete".

Les doy todas estas explicaciones para que entiendan por qué fue antes de ir a la cocina a tomar la leche que, medio como al descuido, me puse al monstruo en el bolsillo del pantalón.

En cuanto lo agarré en la mano me di cuenta de que había crecido. No sólo estaba bastante más grande que el día en que apareció (y habían pasado sólo dos días), sino que pesaba. Pesaba bastante, casi demasiado, porque el bolsillo se hundía y tironeaba hacia abajo. En realidad, el monstruo ya se me notaba un poco, así que me bajé el suéter todo lo que pude para esconderlo.

Mi tía Raquel estaba sentada en un sillón y mi mamá en otro.

—Inesita, ven a saludar a la tía Raquel. ¡Mira qué suerte! ¡Trajo membrillete!

(¿Por qué será que mi mamá siempre se preocupa tanto por decirles cosas amables a las visitas?)

—Hola, tía.

—Hola, Inés. ¡Pero, nena! ¡Cada día estás más flaca! ¡Y mucho más velluda! ¡Estela, esta chica va a ser muy velluda cuando sea grande!

Cuando yo oí eso de "velluda", por un momento (sólo por un momento), se me hizo que era "belluda", y me quedé pensando. Era una palabra nueva. "En una de esas 'belluda' quiere decir 'hermosa"', pensé. Pero, en el fondo, me pareció increíble que mi tía Raquel me dijese algo amable. Mi tía Raquel era especialista en decir cosas poco amables. Por ejemplo: "¡Qué despeinada!" o "¡Qué flaca!" o "¿Cuándo se te terminarán de enderezar esos dientes'?" Así que cuando le oí decir "belluda" —o "velluda"— no me hice muchas ilusiones.

—Bueno, yo también soy velluda —dijo mi mamá—. Y el Negro ¡ni te cuento! Si Inés tiene mucho vello cuando sea grande se depila y listo.

Se ve que mi tía Raquel, después de decirme "flaca" y "peluda", consideró que había hecho suficiente porque siguió hablando con mi mamá y no volvió a ocuparse de mí.

Yo me traje un banquito (en mi casa hay sólo dos sillones y los dos estaban ocupados) y me dediqué a mirar con toda atención la cara de mi tía Raquel y los aros de piedritas azules que le colgaban de las orejas y le bailaban alrededor de la cara mientras hablaba.

Juro que sólo pensaba en los aros cuando, de pronto, sentí que el bolsillo me pesaba menos. Al parecer, mi monstruo se había ido. Un monstruo suelto siempre es un problema pero, no sé por qué, yo no estaba nada preocupada.

Ahí estaban mi tía Raquel en un sillón y mi mamá en otro, y yo preguntándome a dónde habría ido mi monstruo y qué serían esos chilliditos de ratón y ese trish trish que venía de la cocina, cuando mi mamá me dijo:

—Inés, pon el mantel rosa y las tacitas verdes. El té ya está listo. Ah, y pon también el membrillate que trajo la tía... Está encima de la repisa.

Ahí me di cuenta de que había llegado la hora de la verdad (como dicen en la tele).

En cuanto empujé la puerta de la cocina no tuve necesidad de entrar para saber que mi monstruo ya había estado ahí.

—Ma, ven. No sé qué habrá pasado —mentí.

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Mi mamá se levantó del sillón y vino hasta la puerta, y las dos miramos juntas una destrozada mezcla de asqueroso membrillete y lindísimo platón de loza con ramilletes.

En realidad, no podía decirse que faltase demasiado. Había mucho membrillete y muchos ramilletes de la loza por encima de la repisa y también en el suelo. Todo en migajitas, todo destrozado en mil trocitos.

—¡Oh, no! —dijo mamá. Y no dijo más porque, cuando hay que hablar, a mi mamá, que siempre habla, le da por quedarse callada.

Para cuando mi mamá dijo: "¡Oh, no!" ya mi tía Raquel se había acercado a la puerta de la cocina y miraba junto con nosotras dos ese desparramo de "membrillo" y ramilletes.

—¡Estela! (Cuando mi tía Raquel dijo "Estela" yo me di cuenta de que mi mamá iba a recibir un regaño). Estela, esto te pasa por tener un gato en la casa. ¡Cuántas veces te tengo que decir que los gatos son traicioneros! Si basta con mirarles los ojos...

Mientras mi tía Raquel hablaba de lo taimados, arteros, oportunistas, egoístas, y decididamente traicioneros que eran los gatos, Baldomero (Baldomero es nuestro gato) la miraba con los ojitos muy atentos desde su almohada.

El pobre acababa de despertarse de su siesta número diecisiete (duerme por lo menos veintidós siestas en el día) y estaba muy intrigado por los aritos colgantes de mi tía Raquel, que, mientras mi tía regañaba a mi mamá, se movían bailando alrededor de su cara.

—Ppppero no sé... nnno creo... a mí no me parece... —balbuceaba mi mamá.

Por un momento, pareció que a mi mamá se le habían caído al suelo todas las palabras, pero enseguida me di cuenta de que todas no, porque dijo:

—Y tú Inés, no te rías.


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