Libros del Rincón


Este es un capítulo peligroso. Conviene leerlo con cuidado


Mi tía Raquel siempre dice que ni mi mamá ni yo tenemos la culpa de que mi papá gane una miseria. Según yo, tampoco mi papá tiene la culpa, porque no creo que gane una miseria a propósito; si gana una miseria, seguro que lo hace sin querer. Y mi tía Raquel siempre agrega: "Todo porque no quiso terminar la carrera". Casi siempre que mi tía Raquel habla de la miseria que gana mi papá. trae a cuento ese asunto de la carrera que no terminó. Y eso porque mi papá estudiaba para ingeniero pero la dejó en tercer año, cuando se casó con mi mamá. Como mi papá casi nunca habla, yo no sé por qué dejó de estudiar; pero yo digo: a lo mejor, ya no le gustaba ser ingeniero. Además —siempre según mi tía Raquel—, hizo lo peor que podría haber hecho: meterse a trabajar en ese Tendajón Maldito (cuando mi tía Raquel dice "Tendajón Maldito", se refiere a Multigás, que es la compañía donde trabaja mi papá desde hace como catorce años).

Ustedes dirán que qué tiene esto que ver con la historia del monstruo. Pero tiene que ver. Porque si mi papá no ganara una miseria, todos podríamos comprarnos más cosas. Y yo habría podido ir al cumple de Yanina con un pantalón con florecitas en las rodillas o, por lo menos, si no tenía más remedio que ir, como siempre, con la falda escocesa y la blusa blanca, habría podido comprarme unas tobilleras con encaje.

—Ma, ¿puedo comprarme unas tobilleras con encaje?

Yo me animé a hacer esa pregunta porque la aventura de mi tía Raquel y el triste fin de su membrillete habían dado tanto que hablar en mi casa que, para el viernes en la mañana, ya nadie se acordaba del asunto del suéter amarillo ni del castigo importante (mucho menos mi mamá, que tiene poca memoria).

Pero me había olvidado de un detalle: estábamos llegando a fin de mes y cuando mi familia está llegando a fin de mes, nadie puede pensar en bisteces de res ni en plátanos ni en cine ni en café... ¡y mucho menos en tobilleras!

Todo esto no habría sido demasiado terrible. A fin de cuentas, la falda escocesa es muy bonita... Y no me habría importado casi nada si no hubiese sido porque era la primera fiesta a la que iba Martín y porque estaba segura de que, en cuanto Verónica me viese, iba a decir: Ay, Ine, ¿por qué te pones la misma ropa en todos los cumpleaños?

Por todas estas razones, decidí que era mejor llevar a mi monstruo en el bolsillo. Y, por eso, que mi papá gane una miseria, quieran que no, tiene un poco que ver con esta historia.

Me peiné con cuidado y conseguí que casi todos mis pelos quedaran atrapados adentro de mi broche blanco. Después saqué mi monstruo del bolsillo del delantal y me lo puse en el bolsillo de la falda escocesa. Estaba pesadísimo y grande, casi tan grande como una naranja. Menos mal que yo soy flaca y la falda escocesa es amplia... Como es tableada, no se notaba casi nada.

Cuando llegué a la casa de Yanina, me encontré con Federico en la puerta. Todos dicen que le gusto a Federico. A mí a veces me parece que sí, que es cierto. Otras veces no me parece.

En cuanto Federico me vio me miró el broche del pelo, el broche blanco en forma de mariposa que me regaló mi abuela Julia para Navidad. Ya lo usé un montón de veces, pero me sigue gustando. Me queda bien porque es muy blanco y yo tengo el pelo muy negro. Yo sabía que Federico miraba mi broche porque le gustaba cómo me quedaba (Federico siempre se está fijando en esas cosas).

La película que habían alquilado para el cumple de Yanina era ésa de los autos que chocan y vuelan por el aire. Yo ya la vi tres veces: en el cumpleaños de Federico, en el de Gabriela y en el de María Laura (se ve que en la casa de fotografía de la estación no hay muchas películas para elegir). Después el papá de Yanina pasó la película al revés. Era gracioso ver cómo se deschocaban todos los autos. (Lo malo es que al papá de Federico, al papá de Gabriela y al papá de María Laura ya se les había ocurrido hacer lo mismo.)

"Todos los cumpleaños son un poco iguales", pensé yo. Pero esta vez me equivocaba.

Después fuimos a comer chicharrones y esas cosas. Además, la mamá de Yanina había hecho unas salchichas con cara que me gustaron mucho, y me estuve fijando cómo las había hecho porque no me parecía tan difícil.

Después quisieron jugar a la botella.

En mi salón, cuando jugamos a la botella, es para averiguar quién le gusta a quién, eso lo sabe cualquiera. Cuando jugamos a la botella yo me pongo muy nerviosa. Me dan cosquillas en las manos y el corazón me late demasiado rápido. A veces, me gusta y otras veces me parece que no es un juego bonito. Cuando el pico les toca a los muchachos, casi nunca me eligen (salvo Federico, que siempre me da un beso a mí, como conmigo tiene confianza... Y cuando el pico me toca a mí, me pongo tan colorada que todos se mueren de risa... Y yo nunca me animo a darle un beso a nadie. Cuando estoy a punto de ponerme a llorar, alguien dice: "Bueno, tiren de nuevo; a Inés le da vergüenza..."

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Pero esta vez no fue como otras veces porque en la rueda estaba Martín... Lo malo es que también estaba Verónica.

—Le tocó a Martín —dijo Andrés.

Y yo bajé los ojos para no ver cómo Martín se levantaba y le daba un beso en el aire pero cerca del cachete a Verónica, que se rió bajito y se acomodó el encaje de las tobilleras.

—¡Ahora juguemos al cuarto oscuro! —gritó Sebastián.

—¡Eso! ¡Eso! ¡Al cuarto oscuro!

Jugar al cuarto oscuro sí que me gusta porque es un juego emocionante y, además, yo sé esconderme: hay que hacerse chiquita y quedarse callada, y eso para mí es lo más fácil del mundo.

En cuanto Andrés apagó la luz me metí en un rincón, que estaba entre la cama de Yanina y la pared, y me hice chiquita, chiquita, enroscada.

Sentí que algo tibio me rozaba la mano pero no me moví.

Cuando se hizo silencio abrí los ojos y vi que estábamos dentro de la oscuridad más oscura. Me puse tan nerviosa que me dio risa.

Primero se oyó un chillido de ratón, un chillido apenas, y después unos gritos:

—¡Ay! ¡Ay! ¡No! ¡Por favor, no!

(Era una chica, ¿qué chica?)

Y después otra vez el chillido y otra vez los gritos:

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Prendan la luz! ¡Prendan la luz que tengo miedo!

—¡Órale, sonsa!

(Ese era Andrés. ¿Quién no le conoce la voz, si se pasa la vida hablando?)

—¡Por favor, prendan la luz! ¡Señora! ¡Señora, prenda la luz por favor! Alguien me está pinchando... ¡Por favor, prendan la luz! ¡Por favor!

Algunos empezaron a moverse en la oscuridad.

Yo seguía quietecita en mi rincón, y Paula, que estaba muy cerca, dijo:

—Quién grita? ¿Quién es la que grita?

Nadie contestó, pero alguien lloraba con fuerza.

—Órale, Andrés, prende la luz.

—Bueno, ya voy, pero no encuentro el botón.

—¡Al lado de la puerta, tarado!

—Sí, pero ¿dónde está la puerta, tonto?

Pasó como medio minuto en el que la oscuridad fue tan negra que no se veía ni el brillo de los dientes. Todos se atropellaban.

Se oían muebles que se corrían. Se oían gritos.

—¡Saca el codo de ahí, ¿quieres?

—¡Y qué sé yo dónde está mi codo!

—¿Quieren callarse y abrir la puerta?

—¡Los muchachos siempre los mismos brutos!

Y, en el fondo de todo eso, alguien lloraba, pero con menos fuerza que antes.

Por fin, Andrés encontró el picaporte y abrió la puerta. Lo primero que se vio fue mi blusa, porque es muy blanca.

Cuando encendieron la luz se hizo silencio.

Todos nos mirábamos. No era demasiado raro que el juego del cuarto oscuro terminara en una pelea, pero en un llanto... (cuando estábamos en tercer grado, vaya y pase ¡pero en sexto!)

—¡Miren! ¡Miren!

Paula fue la primera que se dio cuenta.

Todos miramos: sentada en un rincón, al lado del ropero estaba Verónica llorando y abrazándose las rodillas. Los zapatos de charol brillaban mucho y las tobilleras de encaje, deshechas, destrozadas, caían en tiritas finitas hasta el suelo. En el tobillo izquierdo brillaban apenas dos o tres puntitos de sangre.

No sé por qué me dio por meter la mano en el bolsillo. Mi monstruo me recibió con un suspiro; se hinchaba y deshinchaba suave, despacito.

Verónica todavía tenía los ojos mojados cuando vino su mamá a buscarla.

La mamá de Verónica es alta, rubia y flaca, justo lo que mi mamá llama "una señora fina". Será por eso (porque es fina) que cuando la mamá de Yanina quiso explicarle todo el lío ese del tobillo pinchado y el cuarto oscuro, no puso el grito en el cielo (como habrían hecho mi mamá o la mamá de Paula, que no son ni la mitad de finas), sino que sonrió amablemente y dijo:

—No se aflija, señora, si no es nada... Seguro que fue ella misma, con las uñas... ¡Es una chica tan nerviosa!

"¡Mentira!" tendría que haber gritado yo. "¡Mentira! ¿No oyeron que pedía ayuda?" Pero no dije nada, porque justo en ese momento vino mi papá a buscarme y me fui de la fiesta.


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