Libros del Rincón


8. La guerra de las viejas


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Mayte llegó a su casa y saludó a su madre que estaba en la cocina amasando harina de trigo. Cuando llegó le dio un beso en la mejilla y su nariz quedó blanca.

Las dos rieron, pero Mayte, con la imagen de doña Pola todavía en la mente, pensó que no tenía tiempo que perder y corrió a su cuarto para cambiarse.

Minutos después salió corriendo.

—¡Voy a jugar! —anunció desde la puerta.

—¿No tienes que estudiar? —preguntó la madre sin recibir otra respuesta que un sonoro portazo. Ahora hacía menos calor y, por primera vez en mucho tiempo, se podía oler en el aire el pegajoso aroma de la humedad.

En la plaza algunos niños corrían encima de los prados y levantaban nubes de polvo.

Más allá, sentada en un banco de madera estaba el objetivo Número Uno del plan.

En efecto, doña Pola y dos de sus amigas, doña Concepción y otra señora viejísima a la que todos llamaban la Nena, conversaban animadamente. Mayte las vio. Ya podía imaginarse de qué hablaban. Estaban así todo el día dale que te dale sobre la vida de fulanito o el vestido que se había puesto la muchacha de la casa de la esquina, esa que siempre andaba con un muchacho diferente.

Mayte trató de recordar cuántas veces había sido castigada por culpa de ellas.

Una vez la habían acusado de romper un vidrio.

Otra vez le habían contado a su madre que ella le había dado un beso a un niño de la otra cuadra.

Y también estaba la vez en que la habían acusado de atarle un bote de basura a la cola de un gato.

Todas esas veces, como castigo, había tenido que ordenar su cuarto y, encima de todo, no la habían dejado salir.

¿Qué importaba que todo fuera cierto? No se trataba de que las acusaciones fueran verdad o mentira, sino de que las viejas, principalmente doña Pola, dejaran de meterse en lo que no les importaba.

Ahora Mayte esperaba a Salva y Javier y silbaba bajito una canción que había escuchado en la radio.

Minutos después Salvador salió de su casa y un poco más tarde, comiendo un enorme pan con dulce, apareció Javier.

—Bien, estamos listos —dijo Mayte.

Pero Salva le dijo que todavía no podían empezar.

—Si están juntas no podemos hacer nada, vamos a tener que esperar que se cansen.

Los tres se sentaron en la banqueta de enfrente y espera

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ron media hora, una, y las señoras seguían en la lengua.

—¿Nunca se cansan? —preguntó Javier.

—Parece que no, deben de tener una lengua atómica o algo así —afirmó Mayte.

Los tres rieron y siguieron en sus posiciones de pescadores de viejas.

Hasta que vieron movimiento en el banco: doña Pola se levantaba y hacía un gesto a las otras dos.

—¡Viene para acá! —dijo Salva.

—No seas bobo, va para su casa —Mayte parecía muy segura.

—A lo mejor tiene que ir al baño —agregó Javier. Esperaron. Doña Pola cruzó parte de la plaza y después la calle.

Salvador notó que ella había dejado su cartera en el banco; eso significaba que planeaba volver. Esperaron que doña Pola entrara en su casa.

—¡Vamos!

No corrieron. Caminaron tranquilamente como si aquello fuera sólo un paseo. Movían los brazos y las cabezas para que pareciese que tenían una conversación importante y cuando estaban cerca del banco empezaron a hablar más fuerte.

—¿En serio doña Pola dijo eso? —preguntó Mayte llamando inmediatamente la atención de doña Concepción y la Nena.

Estaban a sólo dos metros del banco cuando Salva, como si no hubiese notado la presencia de las dos señoras, dijo:

—Sí, eso dijo de la Nena, pero peor fue lo que dijo de doña Concepción, resulta que... —mientras pasaban por delante de las dos, Salva siguió hablando cada vez más bajo.

—¿Viste las caras que pusieron? —preguntó Javier cuando ya estaban fuera de alcance.

—¡Sí! —Mayte estaba entusiasmada—. Se lo creyeron todo, ahora vamos de vuelta.

Volvieron a la acera, pero esta vez se sentaron justo frente a la puerta de doña Pola. Seguro que ya no tardaría en salir.

Escucharon el ruido de la puerta y reanudaron la conversación.

—¡Te digo que es cierto, la Nena y doña Concepción se lo dijeron a todo el mundo! —dijo Mayte.

Doña Pola, caminando por detrás del trío, escuchó aquello y sintió una enorme curiosidad. ¿Qué habrían dicho sus amigas? ¿Sobre quién?

—¡No puedo creer que digan eso de doña Pola! —contestó Javier

—¡Ella no puede ser así, seguro que es una mentira! —agregó Salvador.

Los tres, tratando de parecer sorprendidos, miraron hacia atrás y, al ver a doña Pola, bajaron la voz como si se sintieran avergonzados.

El plan estaba en marcha.

Ahora sólo tenían que sentarse a ver los resultados.

Doña Pola cruzaba la plaza rápidamente y con cara de enojada. Más allá, en el banco, la Nena y doña Concepción la esperaban y tenían también esa clase de mirada.

Los niños no pudieron escuchar, pero no hacía mucha falta. Bastaba ver la figura de doña Pola, de pie frente a las otras dos moviendo sus brazos como hélices y apuntando con sus dedos.

La primera en pararse fue doña Concepción.

Ahora era ella la que movía los brazos y apuntaba con el dedo. Inmediatamente, empujada por un resorte invisible, la Nena también se paró.

Hablaban tan fuerte que incluso desde donde estaban los niños podían escuchar algunas palabras tales como "mentirosa", " chusma" y algunas peores que nadie imaginaba en boca de tres dulces ancianitas.

Y de pronto, doña Pola agarró su cartera y golpeó con ella a doña Concepción.

—¡Esto se está poniendo divertido! —dijo Javier.

Pero a Mayte no le causaba la misma impresión.

Una cosa era que discutieran, pero que se tomaran a carterazos le parecía demasiado.

La Nena, con la cabeza agachada, se alejaba del lugar y gritaba algo, mientras doña Pola y doña Concepción seguían discutiendo, aunque sin nuevos golpes.

Muchos curiosos las rodeaban ahora: señoras con bebés en los brazos, niños llenos de polvo, todos parecían querer enterarse.

Hasta que algo distinto ocurrió.

Salva vio que doña Concepción los señalaba a ellos.

Javier notó que también doña Pola apuntaba su dedo acusador hacia allí.

Mayte, al ver que las dos parecían haberse dado cuenta de todo, comenzó a preocuparse.

Me parece que nos metimos en otro lío.

—Ajá —contestó Salva parándose al ver que las dos mujeres de pronto habían olvidado su pelea y caminaban ahora directamente hacia ellos.

—Me tengo que ir —dijo Javier.

—Yo también —agregó Mayte—, la maestra me mandó volver a leer lo del descubrimiento.

Los tres se separaron y corrieron a sus respectivas casas.

—¿Ya volviste? —preguntó sorprendida la madre de Mayte—. ¿No tienes más ganas de jugar?

—No, mamá, creo que prefiero estudiar.

La madre, extrañada, no supo qué decir.

Mayte entró rápidamente a su cuarto y, por las dudas, atrancó la puerta.


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