Libros del Rincón


3. El terrible castigo


Graphics

Lo que tanto temía, ocurrió. Primero la madre le hizo todo un largo discurso acerca de cómo deben comportarse las niñas. Su boca se movía rapidísimo y las palabras salían corriendo y parecía como si chocaran entre ellas.

Mayte imaginó que las palabras eran un montón de diminutos autos en una larga ruta. Todos los autos iban aceleradísimos hasta que ¡zaz! el primer auto frenaba de golpe.

Los que venían detrás, llevando palabras como "señoritas", o "portarse bien", se topaban con "obediencia" mientras otros, que continuaban llegando, chocaban a su vez hasta que todos terminaban formando una alta pila de autos-palabras de la que salía un humo espeso.

La imagen le pareció muy divertida.

—¿De qué te ríes? —preguntó la madre al ver que su discurso, tan serio y educado, no hacía mucho efecto.

—¿Eh?

Mayte se había entretenido con los autos-palabras olvidándose de una cosa sumamente importante: nada molesta más a un adulto que no ser escuchado cuando dice Grandes Cosas. Así fue como el temido y cruel castigo, finalmente llegó.

Mayte pensó que debería escribir una carta a las Naciones Unidas para quejarse o para que agregaran en la famosa Carta de los Derechos del Niño algo que dijera:

"Los niños tienen derecho a no ordenar su cuarto".

Pero al rato, cuando hacía rollos con su ropa y los tiraba dentro de un armario, pensó que la carta no sería una buena idea: sin duda había muchísimos niños que no tenían un cuarto o una casa, ni ropa, ni juguetes que dejar tirados en el piso.

—Cuando sea una jugadora y gane muchísima plata voy a comprar cuartos para todos —pensó mientras agarraba una muñeca por los pies y la tiraba a un cajón de madera como si fuera pelota de basquet.

—¡Doble!

Bueno, casi doble. La muñeca había pegado primero en la pared y después en el borde el cajón. Apenas le había errado por un tanto así.

Durante una larga hora Mayte se dedicó a aquellas tareas desagradables y ahora, mientras la luz en la ventana comenzaba a cambiar de color, Mayte miraba hacia afuera.

Le gustaba mucho ese momento del día. El color sepia que los últimos rayos del sol pintaban en los techos. La gente en la plaza que emprendía el regreso a casa. Los niños que se quejaban porque querían quedarse un rato más.

Graphics

Y claro, también le gustaba el color de los árboles semipelados o el brillo opaco de los automóviles azules, rojos, blancos, que pasaban por la avenida y encendían pequeños ojos de luz avisando que la noche llegaba.

Un cielo suave, lleno de diminutas manchas amarillas, se extendía encima de la ciudad. La luna llena aparecía detrás de un edificio y rodaba lentamente por el espacio azul, oscuro y mágico. Mayte suspiró, aunque no sabía por qué. ¿Sería por eso que los adultos actuaban a veces de un modo extrano? ¿Sería por eso que esos mismos adultos decían una y otra vez: ah, la primavera?

A lo mejor la primavera cambiaba algo dentro de la personas.

Cerró los ojos y respiró profundamente.

Sí, sentía algo suave y dulzón que le hacía cosquillas por dentro. Unas ganas de salir corriendo a la calle, saltar, gritar y reírse bien fuerte o treparse a los árboles y decirles a todos lo que acababa de descubrir:

—¡Es la primavera! ¡Nos hace cambiar!

—¡La primavera! se imaginaba riendo, sacudiendo las ramas de los árboles.

Entonces la gente, que siempre andaba tan apurada, miraría hacia arriba , vería los árboles, las estrellas, la luna rodante y también suspiraría.

—¡Ah!...¡Ah!

—¡Mayte!

—Es la prim...

—¡Mayte! —la voz de la madre no sonaba tan primaveral que digamos.

—Vamos a comer.

Mayté bajó las escaleras corriendo, pues a veces el castigo inhumano le daba muchísima hambre.

Era una lástima que no se pudieran cenar caramelos y chocolates.

¿Qué habría cocinado su madre?

Mayte pensaba que algunas de las cosas que hacía su madre tenían un gusto como a sopa de patas de rinoceronte o guiso de murciélago tuerto.

De todos modos nunca se lo decía porque ella siempre estaba quejándose del enooooorme trabajo que le había dado hacer esa comida.

Se sentó a la mesa, se tuvo que levantar para lavarse las manos, se las lavó y volvió a sentarse a la mesa.

Su padre leía un periódico y movía la cabeza para un lado y otro.

—La sequía es terrible —decía—, miles de animales están muriendo en el campo.

Pobres animales, pensaba Mayte y se los imaginaba arrastrándose por el famoso desierto del Sahara, viendo en el horizonte un puesto de refrescos al que nunca lograban llegar.

La madre salió de la cocina y le trajo un plato hondo y humeante.

Mayte regresó del desierto y miró el plato: tenía un líquido medio verduzco adentro y unas cuantas cosas blancas y blandas que flotaban en la superficie.

—¿Qué es? —preguntó poniendo cara de asco.

—Sopa con fideos.

¡Sopa con fideos! El castigo no tenía límites.

—Ándale, no seas payasa, come todo que estás muy flaca —le dijo el padre.

—Pero si tengo las piernas fuertes —protestó ella.

Nada. No había manera de convencerlos. Y, claro, todo por culpa de doña Pola, esa vieja chismosa. Tenía que haber alguna manera de darle una buena lección.

Tomó la primera cucharada.

Sí, de darle un escar, escar, no se acordaba de la palabra.

—Papá, ¿cómo se dice cuando a alguien le dan su merecido? Es algo que empieza con escar.

—Escarmiento.

Sí, eso, tendría que hablar con Salva y Javier, pensar un gran plan para darle un escarmiento a la vieja entrometida.

Pero ahora tenía algo más importante en que pensar: la sopa de rinoceronte con fideos. Sonrió.

Se imaginó a su madre en la cocina, atando un rinoceronte con fideos y metiéndolo en una olla gigantesca.

El pobre rinoceronte comenzaba a sudar y sudar.

—¡Mayte!

Otra vez la realidad. El rinoceronte había escapado y ahora, casi sin darse cuenta, había terminado su sopa.

¡Y no había protestado ni una sola vez!

Fue entonces que el papá lo dijo. Fue sólo como un comentario normal, como si hubiese dicho qué linda noche o pásame la sal.

Pero no, nada de eso, su padre había dicho algo mucho más terrible.

—Dentro de un rato vamos a visitar a los tíos, así vas a poder pasar un rato jugando con tu prima Esther.

—Sí —dijo la madre—. A ver si se te pega algo. Esther sí que se porta bien.

¡Aghhh! Mayte se imaginó en medio de una batalla entre vaqueros e indios. Ella había estado avanzando al frente de las tropas de indios para atacar el fuerte y justo entonces ¡aghhh! un disparo a traición y ella caía desde su caballo y justo encima de una planta con espinas.

Ese era, más o menos, el efecto que le había producido la noticia.

¿Es que nunca habría piedad para la pobre niña?

Esther, la prima Esther, era la niña perfecta, la que nunca se ensuciaba, ni decía malas palabras, la que obedecía en todo y se sacaba las mejores notas en el colegio. ¡Aghhh!

—Por lo menos te vas a divertir un rato —dijo el padre.


[ Inicio de Documento ]
[ Tabla de Contenido ][ Previo ][ Nivel Superior ][ Siguiente ]Busca, ...y ¡encuentra!