Libros del Rincón


4. La insoportable prima Esther


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La casa de Esther quedaba sólo a cinco cuadras y ahora Mayte y sus padres caminaban al costado de una callecita empedrada. Las casas antiguas, iluminadas algunas con viejos faroles de hierro colgados frente a sus puertas, le parecían a Mayte como escapadas de otro tiempo.

Pensar que todavía existían calles así en la ciudad donde los edificios crecían como hongos después de una fuerte lluvia.

Los edificios siempre le parecían a Mayte unos gigantes bobos que se levantaban y asomaban sus cabezas encima de las pequeñas casas.

Mayte miró hacia arriba. Allí, muy cerca, se podían ver algunos gigantes. Tenían miles de ojos cuadrados de los que salía una luz chiquita y adentro, escondidos detrás de los ojos cuadrados, miles y miles de personas vivían en cajas de cemento.

—Papá, ¿por qué la gente vive en edificios?

—No sé, supongo que cada uno vive donde puede, nosotros tenemos una casa muy vieja y no podemos comprar un apartamento, pero si pudiera...

Terror. Pánico. El mundo temblaba. Mayte se imaginaba mudándose de su vieja casa, en la que el sol entraba por las ventanas y en la que bastaba con abrir la puerta para estar en la calle, a un edificio lleno de ojos y ascensores y personas.

—¡Pero, papá! En un edificio demoraría como una hora para salir a jugar.

El padre la miró y sonrió. Estaba de buen humor.

¿Sería por la primavera?

Mayte pensó que, a lo mejor, era un buen momento para volver a hablar del asunto del futbol.

Estaba a punto de decir algo cuando su madre dio la mala noticia.

—¡Llegamos!

La casa, nueva y de ladrillos, parecía el escenario de un teatro. Llena de luces, cortinas y colores rojos y negros, rejas recién pintadas.

—Algún día... —dijo la mamá, pero se calló porque ya la tía abría la puerta.

Besos y más besos. Besos pegajosos y un par de pellizcos en los cachetes.

—¡Mayte, qué grande que estás!

—Sí, tía.

Y allí, sentada en un sillón, con un vestido lleno de encajes, el pelo rubio y rizado, la sonrisa de muñeca de plástico, estaba la prima Esther.

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—Esther, por qué no llevas a la prima Mayte a tu cuarto, así pueden jugar tranquilas —dijo el tío.

—Sí, papá.

Mayte y Esther se saludaron y después anduvieron por un pasillo de baldosas rojas y lustradas hasta llegar al cuarto que era de la prima.

Entraron.

Todo estaba tan ordenado y limpio, que Mayte no lograba imaginarse a qué podrían jugar.

La cama, ancha y de madera, tenía una colcha color de rosa con holanes rococó. En las paredes se veían decenas de personajes de cuentos infantiles.

El piso, también de madera, no parecía tener ni una manchita.

Mayte no sabía qué hacer. Siempre que iba allí le sucedía lo mismo. Le daba no sé qué moverse, sentía que aquel cuarto era un lugar sólo para ser mirado, un lugar al que se debía entrar en silencio y de puntitas como se entra a un museo de objetos delicados.

Esther abrió una puerta del armario y sacó una, dos, tres muñecas, todas con vestidos color de rosa.

—Bien, vamos a jugar a las mamás. ¿Te parece?

Mayte se encogió de hombros y tomó una de las muñecas, que parecía un bebé de verdad.

—¿Y ahora qué hago?

—Tienes que hacerlo dormir.

Bien, eso era fácil. Mayte comenzó a sacudir al bebé y a cantarle fuerte, arrullándolo.

Pero el bebé no se dormía porque era uno de esos muñecos que no cerraban los ojos.

—Es imposible. Este bebé tiene una enfermedad extraña. Se le pegó en el África —explicó Mayte— Fue cuando fuimos a cazar rinocerontes, había una invasión de moscas verdes, seguro que lo picaron y ahora tiene la enfermedad del despierto.

—Eso es una bobada —protestó Esther que ya había acostado a las otras dos muñecas.

—No, en serio —a Mayte comenzaba a gustarle el juego—. Además, mira, ¡se cagó todo!

Esther puso cara de asco.

—Pero si sólo es un muñeco, no puede estar enfermo ni ca, ni hacerse caca.

—¿Ah, no? ¿Y entonces qué es ese olor? ¿No lo sientes?

—No huelo nada.

—Eso es porque no te esfuerzas. Haz la prueba —aquello se ponía muy divertido—. ¡Uf, qué olor!

—Bueno, un poco se siente —dijo Esther ya casi convencida.

—Sí, pero no tenemos tiempo para limpiarle la caca. ¡Rápido, al armario que ahí llegan los malvados cazadores!

Mayte comenzó a correr por el cuarto y luego abrió la puerta del armario y se escondió dentro.

—¡Rápido, Esther! Si te agarran los cazadores, quién sabe lo que pueden hacer.

¡Sí, sí! Esther tomó a sus dos muñecas y corrió hacia el armario, pero cuando estaba a punto de llegar, Mayte abrió la puerta de golpe y saltó hacia afuera.

—¡Ahhhh!

—¡Ahhhh!

Mayte había saltado poniendo cara de fantasma, pero Esther se había asustado tanto que había pegado un verdadero grito de terror y ahora, la muy boba, lloraba.

—Siempre es lo mismo contigo, nunca se puede jugar tranquila—. Mayte intentó defenderse.

—¡Estábamos jugando a los cazadores!

—¡No, estábamos jugando a las madres!

—¡A los cazadores!

—¡Las madres!

—¡Cazadores!

—¡Madres!

—¡Llorona!

Esther se ofendió en serio. Dio media vuelta, caminó hasta su cama, se acomodó el pelo largo y rizado y después cometió un gravísimo error:

—Lo que pasa es que me tienes envidia —dijo con tono de telenovela.

Mayte tomó su bebé —el que tenía la enfermedad del despierto y se había hecho caca— y se lo tiró a su prima en la cabeza.

Y así fue como llegaron los cazadores. Atraídos por los gritos, entraron al cuarto rápidamente, sin dar tiempo a que Mayte corriera a ocultarse en el armario.

Los cazadores, que eran muy parecidos a su madre, su padre, su tía y su tío, ocupaban ahora el lugar y le apuntaban con sus dedos largos.

—¡Me rindo! —dijo Mayte levantando los brazos. Pero su madre la tomó de una mano y la sacó de la habitación casi en el aire.

—¿Es que nunca vas a poder portarte bien?

—Pero, mamá, yo sólo...

—Sí, ya sé, siempre es la misma historia.

Un rato después caminaban de regreso a la casa.

La prima Esther, otra vez peinada y con esa sonrisa de plástico, se había quedado en la puerta cuando salieron.

—¡Madres! —le gritó cuando Mayte se hubo alejado algunos pasos.

—¡Cazadores! —contestó Mayte mientras su madre le daba un pellizcón.


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