Libros del Rincón


Lunes por la tarde


Cuando volvía de la escuela, Rosalía dijo que la amiga de mi Amigo estaba allí.

Rosália es la hija del síndico; la amiga es doña Clarice; y allí es el apartamento de mi Amigo Pintor.

Yo dije ¿ah, sí? con cara de no entender, pero mi corazón palpitaba: me di cuenta enseguida de que tenía que hablar con doña Clarice y preguntarle qué quería saber.

Entré en el ascensor ensayando mentalmente, y deprisa, un modo legal de hablarle. Tuvo que ser deprisa porque el ascensor llegó enseguida y me pareció que era un fastidio quedarme parado frente a la puerta de mi Amigo sin tocar el timbre ni nada. Toqué. Doña Clarice se demoró en abrir y eso me dio tiempo para ensayar de nuevo.

Abrió la puerta, abrí la boca y el reloj sonó: ese tipo de cosas que no están ensayadas y salen como si lo estuviesen. Y yo, que había ensayado tan bien lo que diría, me quedé trabado.

Es increíble cómo ese toque —uno solo, el de la media— me dejó así..., yo qué sé. Primero me puse contento: el reloj que sonaba era ruido seguro de mi Amigo, como si él hubiese vuelto. Pero enseguida pensé en él como lo había visto aquel último día: muerto para siempre. Y ese toque de reloj quedó sonando dentro de mí de un modo tan rojo, tan difícil de entender que... ¿quién dice que yo me acordaba de lo que tenía que decir? Más aún porque doña Ciarice estaba allí, mirándome, vestida de un color morriña intenso.

Miraba el vestido y el interior de la sala. El vestido y el reloj. El vestido y la silla donde se sentaba mi Amigo. En ese momento, doña Clarice preguntó:

—¿Quieres entrar?

—No. Sólo quería saber por qué me mentiste. (¡Totalmente diferente de lo que había ensayado!)

Nos miramos. Le expliqué:

—Es que... tú dijiste que él se había muerto como todo el mundo se muere algún día. Pero todo el mundo no decide morir a propósito, ¿eh?

—¿No quieres entrar?

Entré sólo un poco. Y como continuaba sin hablar, acabé diciendo:

—Necesito saber bien lo que ocurrió con él.

—¿Por qué razón dices que te he mentido?

—¿No has mentido, pues? ¿No se ha desparramado acaso la noticia y ahora todo el mundo sabe ya que él se mató?

Ella anduvo hacia el fondo de la sala. Se paró junto a la ventana. Se quedó mirando hacia fuera. Curioso: mi Amigo también pensaba de pie, como quien sólo está mirando la calle.

—¿Lo has hecho porque me ves muy crío? —dije después de pensar que ella ya no me respondería—. En casa piensan que ese asunto no es cosa de críos.

Ella me miró y continué:

—¿Tú también eres así? ¿Por eso me mentiste?

—No. Tengo un hijo de tu edad y converso todo con él.

—¿Y sobre el suicidio? ¿También habláis?

Ella asintió.

—Tú le dijiste que mi... que tu... que nuestro Amigo se...

—Se lo dije.

—¿Y por qué no me lo dijiste a mí?

Se volvió hacia la ventana. Y como no me miraba ni decía nada, acabé diciéndole abiertamente:

—¿Para que yo no pensase también que lo hizo por tu culpa?

Se volvió deprisa hacia mí y me quedé... ¿cómo explicarlo?... mitad sin saber qué hacer y mitad con rabia. Para ser sincero, ese pedazo de rabia vengo sintiéndolo durante todo el día. Desde que el síndico fue a casa y comenzó esa intriga de que por culpa de ella él se...

—¿Por qué dices también? —preguntó—. ¿Creen que todo ocurrió por mi culpa?

—Sí.

—¿Y tú lo crees?

Me quedé quieto (¿ella también?), mirando los cuadros que mi Amigo pintaba.

Vino hacia mí y me miró fijamente a los ojos:

—No sé por qué lo hizo. Hacía tiempo que lo veía triste; un día le pregunté si andaba así por la política o por el trabajo, y fue cuando me dijo que nunca sería un gran pintor: cuanto más trabajaba, más difícil veía transmitir en una tela lo que quería decir. Tú, que también eras amigo suyo, ¿no lo veías también triste?

Me quedé pensando. A veces lo veía, sí. Otras veces pensaba que no era tristeza: era sólo la actitud serena que él tenía.

Ella no esperó a que yo respondiese y continuó:

—Quería que yo dejase a mi familia para casarme con él. Pero yo no tenía valor. Y decidimos esperar. Pienso en todo eso, pero sigo sin saber por qué lo hizo.

En ese momento me pareció que ella se pondría a llorar, pero siguió hablando:

—Eramos así —dijo juntando dos dedos—. La última vez que estuve con él combinamos un montón de cosas: una película que veríamos, un paseo y, además, que seguiríamos siempre así...

Mostró de nuevo los dos dedos juntos y vi que su mano estaba temblando. Su voz también: salía toda temblorosa y cada vez más baja.

—Cuando volví, se había matado. En la carta que me dejó sólo había pintado un ramo de flores. Margaritas y claveles: él sabía que me gustaban. Y debajo, en vez de una explicación, sólo había un pedido de disculpas; una cosa... tan rara, tan cortita... Sólo: «¿me disculpas?» Y nada más.

Volvió a la ventana y se quedó de espaldas a mí.

Me quedé parado como ella. ¿O sea que mi Amigo decidía irse así de la vida sin explicar el porqué ni siquiera a ella? ¿Que comprendiese... y listo?

No fue posible quedarse más tiempo mirando los cuadros que pintaba, la silla donde se sentaba, el reloj que dentro de poco sonaría de nuevo y dolería. Chao, le dije. Y empecé a salir sin recordar ya lo que le había preguntado. Pero ella me llamó por mi nombre:

Graphics

—¡Claudio! —y siguió, yendo hacia mí—: sé cómo lo querías. Cuando se quiere de esa manera, es muy difícil vivir con un recuerdo que no se entiende. Como lo estoy viviendo yo ahora. Por eso te mentí aquel día. Me pareció que mi mentira podría pasar, y que cada vez que te acordases de él no tendrías que preguntar: ¿por qué?, ¿¿por qué??, ¡por qué!, como estoy siempre preguntándomelo yo.

Nos dimos un beso y me fui.


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