Libros del Rincón


Domingo


De todo lo que conversaba con mi Amigo, dos cosas son las que más recuerdo. No sé por qué. La primera es una charla que tuvimos un domingo. Estaba lloviendo. Habíamos dejado de jugar. Mi Amigo se levantó, encendió la pipa, comenzó a preparar unas tintas y conversó sobre el amor.

Amor de trabajar. De pintar. Amor de hombre y de mujer, de padre, de madre, amor de ciudad, de país y de mundo donde uno vive, amor de hijo, de amigo.

—Amor como el que tenemos el uno por el otro —dijo.

Mi corazón palpitó.

Toda la vida quise a mi amigo mucho, mucho; pero pensaba que él me quería menos. No sé si porque yo era un crío y él no; o si porque era artista y yo no; sólo sé que cuando habló de amor mi corazón palpitó de esa manera: ¿acaso en ese momento nos queríamos igual?

Quise ver enseguida si era así:

—¿Cómo me quieres?

—Depende. Hay días en que te quiero como padre. Me da pena de que no seas mi hijo, de no poder decir: ¡fui yo quien hizo a este chico legal!

Se sonrió. Después se puso serio, se sentó enfrente del caballete y comenzó a pintar.

—Pero otros días no tengo nada de ganas de ser tu padre: sólo quiero ser tu amigo, y listo.

Siguió pintando un poco más.

—A veces te quiero porque eres mi compañero de chaquete; otras veces, porque me gustaría ser tú, o sea ser un crío de nuevo. Es así: cada día te quiero de una manera distinta. Y si junto todas esas maneras veo que te quiero mucho, veo que es amor.

Me pareció tan bueno que él hablase de cómo me quería, que me quedé quieto, sin decir nada, sólo mirándolo pintar. Pero llegó un momento en que no pude resistirme:

—¿Te parece que somos parecidos?

—De cara, no; de actitud, sí. La manera de quedarse quieto, la manera de estornudar sin estar constipado, la manera de mirar las cosas. Tuve muchos amigos grandes, pero ninguno tan parecido a mí como tú.

—Sí, pero con los amigos grandes puedes conversar cosas que no conversas conmigo.

—¿Por ejemplo?

Estaba ansioso por decirle que conmigo no conversaba de doña Clarice. Pero me pareció que iba a quedar mal. Sólo encogí los hombros y me quedé mirando el pincel. Estaba pintando un rincón de la sala. Silla. Mesa. Lámpara. Pero luego comenzó a pintar un pedazo de mujer. Digo un pedazo porque resolvió pintar a la mujer justo en el sitio donde acababa la tela.

Me quedé confundido con esa mujer que tenía sólo una pierna, una tirita de vestido y un poco de cabello (el resto de ella desaparecía fuera del cuadro).

Yo sé que a los pintores les gusta pintar cosas diferentes. Y ya había aprendido que pintar bien no tiene por qué ser pintar todo igualito como lo muestra una fotografía. No me sentí, pues, confundido, porque la mujer desaparecía del cuadro. Fue porque, aunque aparecía tan poquito de ella, tenía el mismo tipo de todas las mujeres que mi Amigo pintaba.

La sala estaba llena de cuadros que él pintaba y colgaba; un montón con mujeres. Salí mirando a cada una. Sólo para estar seguro de lo que estaba pensando. ¡Y era así! La mujer podía ser gorda, delgada, negra, blanca; podía tener ojos, nariz y boca, y podía tener sólo una mancha en la cara como a él le gustaba pintar, pero tenía siempre el mismo tipo, y tenía siempre también un pedazo amarillo.

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—¿Por qué pintas a todas las mujeres de la misma manera?

Continuó pintando. Le costó responder:

—Hay una mujer que vive en mi pensamiento, ¿sabes? Yo no veo cuándo sale de mi cabeza y entra en mi pintura.

Le pregunté sin pensarlo siquiera:

—¿Es doña Clarice?

Y él respondió enseguida:

—Sí.

Pero en ese momento dejó de pintar. Se levantó. Se quedó mirando un cuadro tras otro. Acabó diciendo:

—Pero no era para que saliese siempre igual. El amarillo, sí, lo uso a propósito. El amarillo, para mí, es también el color de Clarice, y me gusta poner un poquito de ella en todo lo que hago.

—¿Sólo un poquito? Mira ésa: es toda amarilla.

—Es que ésa era justamente Clarice (en un día de alegría). Pero esas otras, no. Si yo fuese un buen pintor, aun con Clarice viviendo en mi pensamiento, pintaría a cada mujer de la manera como ella es, y no siempre igual.

—¡Pero tú eres un buen pintor!

—¡No! No lo soy. Sé muy bien cómo se pinta; tengo una técnica; trabajo y trabajo para ver si les doy vida a mis cuadros. Pero no sirve de nada: son telas muertas.

Y continuó señalando con el pincel:

—Mira. ¡Mira! ¡Mira! ¿No lo ves? ¿No sientes que mi pintura no tiene vida?

Y en ese momento tiró el pincel sobre la mesa con una actitud... yo qué sé, con una actitud desesperada que, francamente, nunca había visto en él.

Recuerdo esa escena y pienso: ¿acaso un artista puede amar tanto su trabajo que...?.

Déjame que vea cómo lo explico: ¿... puede amar tanto su trabajo que, si piensa que su obra no tiene vida, tampoco él quiere tenerla ya?

El otro recuerdo que se queda rondando en mi cabeza es un paseo que dimos poco después de resolver que me enseñaría a pintar.

Hacía sol. Todavía eran vacaciones. Salimos fuera de la ciudad y llevamos tinta, pincel y papel. Paramos cerca de un bosque. Mi madre había preparado bocadillos. En el suelo había un césped nuevo, muy corto. Nos sentamos y comimos (no el césped: los bocadillos).

El entorno era todo verde. Mi Amigo habló del verde: oscuro, claro, todos los tonos del verde. Mostró tintas, mostró el césped: comparándolos. Pintamos. Nos acostamos en el suelo. Miramos las nubes. El durmió, roncó, soñó. Se despertó y dijo:

—Soñé con Clarice.

Me asombró que hablase así de ella. Habló como si soñara; mirando al cielo, con los brazos bajo la cabeza, haciendo de almohada.

Habló de los dos cuando se enamoraron. Ella fue la primera novia de él y él el primer novio de ella. Una chiquilla todavía. ¡Qué ganas tenían de que el tiempo pasase enseguida para poder casarse! Tardó en pasar. Y los dos esperaban. Hasta que un día pasó. Pero no se casaron. Comenzaron a pelearse: ella protestaba porque él se había apasionado por la política, que en vez de quererla sólo a ella, a él se le había dado por querer todo lo brasileño, que en vez de quedarse con ella, se iba a las asambleas, las reuniones, al norte, al sur; de tanto andar por Brasil llegó un día en que desapareció: lo detuvieron. Le pregunté:

—¿Cómo es que la gente se apasiona por la política? ¿Es como apasionarse por una chica?

—Es y o es.

En vez de explicarse, continuó hablando sobre lo mismo, que estuvo preso mucho tiempo: «le escribí muchas veces a Clarice, pero ella nunca recibió ninguna carta». Y ella pensó que la había olvidado. Un día, cansada de esperar, acabó casándose con otro. Y tuvo hijos y todo. El año pasado volvieron a encontrarse. De repente, ¡puf!, se toparon en la calle. Se quedaron mirándose sin creerlo, viendo que había pasado mucho tiempo, y que seguían queriéndose como antes. De nuevo quisieron ser novios, pero en ese momento mi Amigo se quedó con los ojos cerrados y pensé que se había dormido otra vez.

Me gusta quedarme recordando eso. Era tan bueno estar allí, acostados junto al bosque, conversando esas cosas de hombres. Miré mi mano mientras él seguía con los ojos cerrados: estaba sucia de tinta como la de él. Me pareció bueno tener la mano igual. Me quedé esperando. Y acabó contando el resto de la historia:

—Después, cada vez que Clarice venía a visitarme, yo pedía que dejase todo y se quedase conmigo. Pero ella siempre decía que no. ¿Sabes qué decía? Que yo era un hombre dividido en tres pasiones: pasión por ella, por la pintura y por la política.

Me miró y siguió diciendo:

—Pero no era ésa la causa de que no se quedara conmigo; era por sus hijos, lo sé.

—Pero cuando veo a un político que habla por la televisión, me parece un asunto muy complicado y aburrido: ¿cómo puede transformarse en pasión?

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Se sentó. Encendió la pipa con calma. Me senté también para escuchar. Pero acabó diciendo solamente:

—La política es una cosa complicada, sí.

Y nada más. Igualito a aquel día en que le conté la historia del vestido rojo de Janaína. Y después volvió a enseñarme tonos de verde, y durante el resto del paseo sólo hablamos de tintas, caballetes y pinceles.


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