Libros del Rincón


MI HERMANA MARTA Y UN POCO MÁS DEL MISMO DÍA DE LLUVIA


Mi hermana Marta tiene que llorar picando cebolla, también pasa la aspiradora por las alfombras, va por el pan y alguna vez lleva a Nuria al colegio.

Mi hermana Marta tiene que hacer todo lo que hace mamá, o casi todo.

Mi hermana Marta es más alta que yo y mucho más vieja.

Hace tres días que cumplió quince años.

Ella protesta:

—¿Por qué siempre me toca a mí picar la cebolla, si puede saberse?

Mamá no se enfada.

—Pícala menudita —dice.

Marta quiere ser médico de animales y de personas. Sobre todo quiere ser médico de piernas y patas rotas.

Le gusta entablillar.

Es capaz de entablillar cualquier cosa.

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Ha entablillado la cola de Pincho, el perro del lechero. Lo hizo con trocitos de madera y medio metro de cinta rosa.

También entablilló la pata de un gorrión que se la rompió al escapar del zarpazo de un gato sin nombre, la pata de la mesa de noche de mamá, y un brote del cerezo.

Un día entablilló la pierna de Pablo.

—Haré un trabajo limpio y rápido —le dijo—. Así, cuando te la rompas de verdad no nos cogerá de sorpresa.

Pablo lo pensó un buen rato.

—Te costará seis pesetas —dijo al fin.

Pablo, de mayor, además de buzo antiguo y chapuzas, será un buen hombre de negocios.

Mi hermana Marta sabe tejer, prepara la ensalada y lee maravillosamente en voz alta, sobre todo los cuentos de piratas, por la noche, sentada entre mi cama y la de Pablo.

Es capaz de hacer todas las voces de una aventura. La áspera y bronca voz del terrible Barba Negra:

—¡Por cien mil tiburones! ¡Nos casaremos, princesita, o le arrancaré la piel a tu anciano padre! —para añadir, despacio siniestro, mientras se escarba con un dedo entre dos dientes—: A tiras, por supuesto.

Y la dulce voz de la princesita, aguda muy aguda, pidiendo socorro sin perder los modales:

—¡A mí!

Lamentándose:

—¡Desdichada de mí!

Heroica:

—Deja libre a mi padre y haré lo que me pides, hombre feroz.

El padre, la voz trémula, noble anciano:

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—¡No, hija! ¡Mi vida no merece tu sacrificio!

Y de pronto la voz del Capitán del Rey, una voz valiente, rubia, con bigote, a dejarse oír cuando ya parece perdida toda esperanza:

—¡Tente ahí, malandrín!

Entonces viene la emoción de la lucha. Mi hermana Marta hace que las palabras tropiecen y salten, que cada una suene distinta a las demás.

Es el ruido de las espadas, los ataques y los contraataques, el grito sobrecogido de la princesa cuando la espada de Barba Negra casi le afeita el bigote al Capitán del Rey, es la sonrisa del Capitán del Rey que para el golpe, en cuarta, sin despeinarse.

Al fin el malísimo Barba Negra pide perdón de rodillas mientras el Capitán del Rey besa la mano de la princesita.

Para entonces Pablo ya se ha dormido.

Marta sale de puntillas y yo me quedo con los ojos muy abiertos, una espada de plata en. la mano, Barba Negra a mis pies y mi barco listo para zarpar cuando la princesita se aburra de pedirme que me case con ella.

Nuria venía hacia la cocina.

Mamá acababa de freír las croquetas y dio el primer aviso:

—¡A lavarse las manos!

Llovía despacio, sin que la lluvia hiciese ruido en los cristales.

Mi hermana Marta dejó el tejido y fue a preparar la ensalada.

—Sólo me falta cerrar un patuco, mamá —dijo mientras se ponía el mandil verde con rabanitos estampados.

Pablo se miró las manos.

—¿Yo también tengo que lavarme? —preguntó.

Mamá le dijo:

—Tú sobre todo, cariño.

Nuria puso la mesa.

La cebolla siempre hace llorar a Marta, la primera lágrima llega a la punta de su nariz, brilla en la punta de su nariz antes de caer en la cebolla.

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Papá entró en la cocina, a respirar fuerte, a oler el aire y paladearlo.

—¡Delicioso olor!

Lo hace todos los días. Todos los días llega a la mesa como a un festín.

Incluso cuando se ha quemado el arroz:

—¡Fuerte y chamuscada peste, a fe mía!

Y sonríe.

Pablo empezaba a ponerse pelma:

—¿Por qué no puedo tener un destornillador?

Papá se acercó a Marta:

—¿Lloras penas de amor, hija, mi adorada hija?

—Lloro de cebolla, mi señor —respondió Marta.

Los dos se rieron.

En casa, a veces hablamos como los personajes de un cuento que leí de pequeño, cuando era mucho más pequeño que Pablo, un cuento de castillos, dragones, damas encantadas y nobles príncipes de brillante armadura.

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Es divertido hablar así.

A Pablo es al único que esto le parece una bobada.

—Pero estoy seguro de poder arreglarlo con un buen destornillador —dice.

Nuria tenía los patucos en la mano y los acariciaba. Sus ojos se iluminaron al descubrir que tenía en las manos los zapatitos de lana de un niño chiquitín.

—¿Nené? —preguntó.

Miré a papá.

Papá miraba a Nuria y sonreía.

Nunca pude saber si en estos casos la sonrisa de papá era triste o alegre.


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